La historia de nuestras lecturas personales es, acaso, la historia de grandes comienzos. En el comienzo, se sabe, fue El Verbo.
Pensemos, por ejemplo, en un lugar de La Mancha que prefiero no nombrar o en el fantasma que recorre Europa o que cuando tenía catorce años me inició en los afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz o en que ayer murió mamá. Pensemos que hace cinco años, cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen de nuestra provincia, alguien profetizó, en broma e improvisando, su retorno o en esa ilustración, vista a los seis años sobre la selva virgen o en eso que me pongo a cantar al compás de mi vigüela o en el día que, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía recordó cuando su padre lo llevó a conocer el hielo. Pensemos en que todo empezó por un error o en el año, al final del verano, en el que vivíamos en una casa de un pueblo que, más allá del río y la llanura miraba las montañas o en la mañana en que Gregorio Samsa amaneció convertido en un monstruoso insecto. Y así podríamos seguir.
Bueno, de todos los comienzos que pueblan mis lecturas, el que está más cerca de mi corazón dice así: La noche del 20 de diciembre de 1849, un violentísimo huracán se había desatado sobre Mompracem isla salvaje de siniestra fama, situada sobre el mar de Malasia, a pocos centenares de millas de las costas de Borneo.El libro de ese comienzo, regalo de uno de mis padres, significó al menos tres comienzos: 1- de mi biblioteca personal, 2- de mi afición a la lectura, 3- de mis ilusiones de ser escritor. Fue leyéndolo que deseé por primera vez dedicarme a escribir. Quería esa magia.
Se pregunta el escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II: ¿qué puede ser más subversivo que un adolescente de Buenos Aires leyendo Sandokán y sintiéndose durante dos horas un príncipe malayo? O, porqué no, un niñito porteño imaginando que es un escritor italiano de fines del siglo XIX.
Aquél libro fundacional -una edición hermosa de Edival- Alfredo Ortels, con tapas duras e ilustraciones que, bastante maltratado, todavía conservo- traía como prólogo una breve reseña biográfica del autor.
Recuerdo o imagino que el niño que una vez fui mezclaba confusamente aquellas ilustraciones de Sandokán con el rostro, desconocido para nosotros, de Emilio Salgari, igual que mezclaba el prólogo biográfico con aquella historia tremenda y salvaje de amor, coraje, honor, entrega y lealtades, esas páginas que nos entretenían pero también inflamaban nuestros espíritus de ansias de justicia y que contenían, sin que lo supiéramos, una ética que no nos abandonaría nunca; y soñaba con ser ese tipo atormentado, de barba espesa y pelo abundante y desprolijo, sentado junto a una ventana, fumando un cigarro tras otro, bebiendo (sangre o licor, bebe, Tigre de la Malasia, porque la embriaguez es la felicidad, le dirá Salgari a su héroe) y escribiendo febrilmente a la luz de una vela, con una pluma por él mismo templada hasta que, vencido por la locura de su mujer y la miseria, se suicida con un cuchillo en el barranco donde antes solía recoger flores con sus hijos. Y que al escribir su última carta escupe a sus editores: vi salutto spezzando a penna.
Si como escribió una vez el Gordo Soriano quizá todo sea tan simple como que nos parecemos a las primeras historias que nos contaron, es probable que, más que ningún otro libro, Los Tigres de Mompracem haya forjado a varias generaciones de lectores. Dice Taibo II: el impacto más grande de esas lecturas de la infancia fue Salgari y Sandokán. Pues al cabo Sandokán era de izquierda, el gran jefe antiimperialista: a los ingleses hay que joderlos, hundirles los barcos, abajo el Imperio. Nadie que se haya educado en Sandokán puede ser adepto al libre comercio o tener simpatías por la política exterior norteamericana.
Y aún había –hay- algo más en aquellas páginas. Salgari mismo nos da una clave: el secreto de la popularidad de un escritor está en contar lo que el lector querría ser. Como escribió Andrés Rivera: no confundir lo real con la verdad. No quienes somos, sino quienes nos hubiese gustado ser: el enceguecedor sol de la Aventura destruyendo el cono de sombras del Realismo. Quienes querríamos ser. La literatura como máquina utópica, como generadora de éticas, como declaración de principios: la amistad perfecta, el amor incorruptible, la lealtad blindada, el coraje, la rebelión.
¿Qué puede haber más subversivo?
Una cosa es segura: sin pretenderse literatura comprometida, sin declamaciones, justificaciones autobiográficas ni panfletos, Salgari y su Sandokán –Sandokán sí, pero también y a veces más aún, Giro-Batol, Jiuko, Araña de Mar. Patán y, por supuesto, Yánez- nos dieron por el camino de la Aventura, mucho más que entretenimiento. El niño que yo era intuyó lo que el tipo que ahora soy cree: que eso debería ser, eso debería ofrecernos, siempre la literatura.
Buenos Aires, diciembre de 2006
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