viernes, 28 de mayo de 2010

ESE NOMBRE (un cuento)

Se pierde, porque cualquier movida que uno haga es mala.
Se pierde, no por lo que hizo el contrario, sino por lo
que uno está obligado a hacer

R. W.



Ramón elogia mi coraje.
Como buen irlandés, dice.
Es un hombre encorvado y casi calvo, al que le falta un ojo; un viejo. Yo también. Soy, de alguna manera, un profesor de inglés jubilado que vive en San Vicente y se acerca una o dos veces por semana a la plaza del pueblo a jugar o ver jugar al ajedrez.
Un mate, propone. Yo cebo.
Yo sé quién es usted, vuelvo a decir.
Ceba el mate con cuidado mientras me dice, como casualmente, mira tú, che. También dice que tengo suerte: que el no está seguro de saber quién es. No subraya nada, solamente lo deja establecido.
Entre los árboles que rodean la plaza se puede ver el cielo grisáceo, las luces pálidas de este mediodía de otoño. Desde acá es fácil amar, siquiera momentáneamente, a San Vicente. Y es una forma inconcebible de amor lo que nos ha reunido.
Así que me tomo un mate largo.
Ceba bien usted, Ramón, para ser alguien que mezcla el tuteo en su vocabulario, le digo.
Sonríe. Casi no le quedan dientes pero es su sonrisa, la sonrisa de las fotos de Salas: en el corte voluntario de caña, aquella otra detrás del tabaco. Está más viejo -mucho más viejo que yo aunque haya nacido un año después- pelado, le falta un ojo, pero no me quedan dudas: es él.
¿Y cómo sabe quién soy?, me pregunta, la bombilla ahora en su boca desdentada.
Usted no se acuerda de mí, digo, pero nos conocimos allá, en la Isla. Pienso que no puede reconocerme: yo también estoy disfrazado de viejo, un viejo profesor de inglés jubilado.
Yo era gente de Segundo, agrego.
Pienso que lo soy todavía, que siempre seré uno de los hombres de Segundo.
Segundo, repite como si bostezase, como si la voz fuera la sombra de una sombra, como si en la sola sonoridad de la palabra estuviese implicada toda la historia: la subida a la sierra, los mates compartidos y las charlas, el regreso y las cintas perdidas y la vuelta. También después el triunfo, y entonces yo, los días afiebrados de la teletipo y los corresponsales. Hasta el final, sin sombra ni huesos, en algún lugar del monte salteño.
Segundo, decimos los dos o uno de los dos. Toma mate con ira, con tristeza, sin remordimiento.
¿Cómo sabés quién soy, que no me dijiste?, vuelve a preguntar.
Porque tú supones que yo soy uno de los tipos que a veces creo ser, explica, pero mis recuerdos son confusos. Hay también allá, acá, gritos, una celda oscura, preguntas, golpes, una escuela de provincias.
Acá, allá, repite anulando de golpe la distancia, regresando o no partiendo nunca, clavado a esa Isla que no es esta plaza, no es el mate largo y espumoso que ceba.
No le digo que podría reconocerlo en cualquier lado, aunque esté avejentado, aunque los años que estuvo guardado vaya uno a saber dónde y que lo convirtieron en este anciano tembloroso con vaya uno a saber qué formas de tortura, lo disimulen bastante. Enumero, en cambio, mis sospechas: el arco sobre las cejas, el nombre, las extrañezas de su acento que es argentino pero también.
Vuelve a sonreír: y si no se ofenden las ilustrísimas señorías de Latinoamérica, dice o yo creo que dice.
¿Jugamos?, pregunta después.
Tú conoces más o menos bien este juego, ¿no?, concede.
Pienso que fundé mis sospechas también en su estilo ajedrecístico. Algo me hablaba en su juego. La forma de lanzarse, la disolución de los límites entre ataque y defensa. Recuerdo que recordé: no existen líneas de fuego determinadas, las líneas de fuego son algo más o menos teórico. Y también: tablas contra Filip en el Ministerio de Industria en el ’62 y contra Najdorf el mismo año; victoria frente a Ortega en el ’61, en 21 movidas. Todo parecía coincidir. ¿O es mi mente que quiere ver el fantasma de ese nombre recorriendo esta Buenos Aires que sólo se emociona con las gambetas del pibito que debutó el año pasado en Argentinos y los goles electrizantes de Leopoldo Jacinto Luque?
Más o menos, respondo. Y abro con Cf3.
Él juega d5. Pregunta por sus manos: qué creo que hay bajo los guantes, qué creo que le pasó a sus manos.
Yo tengo sospechas, dice, recuerdos que no sé si son tales.
También eso, digo.
c4.
Los movimientos torpes, robóticos, me dan a entender alguna clase de prótesis mecánica. Digo que para justificarse la Agencia tiene que haberle cortado las manos.
La Agencia, me interrumpe y mueve mecánicamente la mano -el guante de cuero marrón, gastado- hasta el tablero. Juega d6.
Ojala yo estuviera tan seguro, pero algo se jodió en la relojería, dice y se golpea dos veces la cabeza.
Sí -d4- pero piense: ya estamos a fines de marzo y nunca lo vi sin guantes, Ramón.
Fines de marzo. 25. Pienso que ya pasó un año. Un año. Y casi siete meses desde que Vicky se fue. Aprieto las tres copias de la Carta en mi bolsillo. Recuerdo a la compañera que tengo que ir a buscar, la cita posiblemente envenenada. Aprieto también el revolver en mi cintura.
Lo que no entiendo es cómo está usted acá, digo.
Puedo imaginarme pero, agrego.
Sí, sí, le dice más al mate o al tablero que a mí, la mirada del único ojo perdida de pronto.
Juega Cf6.
No niega nada. También eso entonces. Ramón tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
Un Ford verde para en la esquina de la plaza. Los dos lo miramos y en nuestros ojos se debaten la neutralidad y el odio. Juego Cc3. Sabemos, pienso, que no es para nosotros, que no puede ser para nosotros, que cuando llegue el Ford que nos está destinado no nos va a dar tiempo de mucho. Pienso en Paco aceptando ir regalado a Mendoza con la pastilla lista, en Juan que quizá no llegue a irse por el río, de nuevo en Vicky -el camisón, la Halcón y la risa en la terraza, en su elección-, pienso en el ridículo 22 que tengo en la cintura y que sólo garantiza que, si tiro a tiempo, no me agarren vivo. No digo nada.
Él: g6.
Yo: Af4
Mirá a tu alrededor, dice mientras el único ojo que le queda en la cara se le extravía hacía afuera, ¿tu crees que si soy quien tu imaginás que soy sirve para algo decirlo ahora, acá?
Mirá, repite. Señala con la quijada el baúl del Ford que se aleja.
¿Y si no es?, me pregunto, ¿Y si no es más que un viejo maltratado, con algunos tornillos flojos, un acento extrañísimo y un vago parecido con ese otro al que no quiero dar por muerto?, ¿y si yo también estoy perdiendo el sentido de realidad?
Parece que me escucha.
Si soy, y te juro que no lo sé si, dice, ¿no sirvo más muerto?
Juega Ag7.
Muerto, pienso. Comparo al muerto heroico con este viejo desdentado, tuerto, un poco loco que juega al ajedrez con guantes de cuero marrón. Disipo la comparación agitando la cabeza. Juego e3.
¿El Gigante sabrá?, intento.
Se ríe.
Ni tantito así, dice con todo y el gesto.
Hay que escribirlo, entonces. Publicarlo.
Algún día, si soy quien vos suponés, y yo también, a veces, en ciertas pesadillas.
Ahora, me exaspero porque sé que mi tiempo se acaba.
La guerra es larga, responde sin apuro.
Usted pensaba que había que apurarse.
Sí, pero ya ves.
Af5.
Silencio.
Miro al tablero como a un extraño. Recuerdo la hora, la cita, la compañera sola, desesperada, con dos hijos y sin contactos, a Lilia que me espera para tomar el tren.
Juego Db3, pero enseguida me arrepiento y le ofrezco tablas aunque ya no sea mi turno. Acepta.
Hablo sabiendo que voy a irme con todas las preguntas sin hacer: si no volvemos a vernos, le digo, sepa que fue un gusto haber charlado con usted otra vez.
Claro, claro, me responde como si de pronto hubiera dejado de entender mis palabras. Como si ya no tuvieran, para él, sentido o importancia.
Me alejo un paso y otro. Varios metros. Entonces paro en seco y vuelvo. Todavía está frente al tablero, observando cómo quedaron distribuidas las piezas. Cuando me ve volver juega b6.
Hay que despertarlos, digo, recuerde: no siempre hay que esperar que se den todas las condiciones.
Su nombre, pienso, ese nombre.
No, dice bajando la voz, no alcanza, no sirve; no así.
No sé si habla conmigo o con el juego. Somos dos viejos en una plaza de un pueblito de la Provincia de Buenos Aires frente a un tablero de ajedrez. Sólo dos viejos. Dos viejos solos. Siento crecer la desesperación y hago un último intento.
¿Cómo, Comandante, cómo?
Levanta el guante de cuero marrón y señala al cielo gris. Yo casi presiento lo que va a decir. Adivino que el movimiento de la mano demarca un espacio de 330 mil kilómetros cuadrados en algún lugar de Asia. Señala, su mano, sonrisas ambiguas, pisadas nocturnas en la selva húmeda, espaldas maternas cargando obuses, una bandera roja flameando sobre Hué bajo una lluvia incesante de napalm; pero también soldados -rubios y negros- soldados gringos en cualquier caso, volviendo a casa dentro de una bolsa de plástico, bajo una bandera de rayas y estrellas; la derrota mayúscula, las grietas que empiezan a abrirse en el mayor imperio que recuerde la humanidad.
Hay que crear uno, dos, tres, dice.
Muchos.

2 comentarios:

  1. Impecable, el cuento, Enrique -o Kike. Un abrazo.

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  2. como dijo el Negro Fontova; POR QUE ESTE CUENTO NO ESTA PUBLICADO EN LOS MEJORES MEDIOS DE ARGENTINA?????

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