jueves, 25 de agosto de 2011

CRÍTICA

Se llama Jonathan. O Kevin. O Brian o Alan. Algo así.
Tiene 17 años. O 18. Digamos 17.
Creció en la Villa Carlos Gardel. O en el Barrio Illia. Rivadavia 2. Por ahí.
Es grandote. Anda con un practicado gesto de pibe malo en la cara que todavía tiene rasgos aniñados pese a los golpes y las cicatrices. Es ancho de espaldas y tiene una mano nudosa y pesada.
Y sabe pelear.
Aunque no necesita demostrarlo. Vivió y creció entre la miseria y el delito pero, mientras a su lado compañeros de aventuras, familiares, amigos y socios entraban y salían de la gayola a él –llamémoslo suerte, habilidad o azar– nunca le había tocado caer. Pero sabe cómo es la jugada. Qué hay que decir y a quién. Cuándo hay que plantarse, cuándo cerrar la boca. Y el culo.
Así que a las horas de haber llegado al Instituto ya juega al truco con aires de capanga y habla a los gritos. Está como en casa.
En los siguientes días refuerza el personaje: agita el ambiente durante las clases obligatorias, se niega a ir a los talleres optativos, pelea con un par de pesados y hasta se trensa con un guardia. Y acepta las sanciones con un calculado desdén.
Un poco porque ya quedó claro para todos qué lugar viene a ocupar, un poco por el desgaste que produce el encierro, unas semanas después ya está más tranquilo, aunque de vez en cuando repita con algún gesto que marque territorio. Y sigue siendo infranqueble.
Pasan un tiempo hasta que uno de los talleres finalmente lo entusiasma: narrativa. Ahí, donde se imaginan y escriben historias, se puede aflojar un poco.
Y escribe.
Escribe unos relatos que, al tallerista, a los operadores, a los otros docentes y a los coordinadores pedagógicos del Instituto no se les pasan por alto. Hay algo ahí, coinciden todos. Talento, digamos, o interés. Una grieta. Y es por esa grieta por donde acaso puedan entrar, crear algún lazo con Alan -Kevin, Jonathan, Brian- o cómo sea su nombre.
Así fue.
La coordinadora pedagógica del Instituto, a quien por comodidad narrativa podemos llamar Eva o Mora o Tina, algún nombre de dos sílabas y una a al final, fue hace un par de años compañera de trabajo de un tipo -Carlos o Leo, Guillermo o Diego; o Kike, por qué no- que se dedica a escribir y que está en una buena racha. Se le ocurrió a ella, entonces, que sería un buen plan ofrecerle al pibe una devolución profesional sobre su trabajo, una lectura crítica hecha por un escritor. Que no sepa del tipo más que eso: que tiene con cuatro o cinco títulos publicados, algunos premios en su haber y un inminente viaje a Europa invitado a un festival literario. Que lea su trabajo y el tipo el suyo. Y después de eso, uno o dos encuentros para hablar del oficio de escribir.
Así que le hicieron llegar unos cuentos del fulano -Carlos, Leo, Guillermo, Diego, Kike-y después su primera novela.
Unas semanas más tarde, justo antes del viaje, la devolución sobre su relato.
A su regreso, el tipo le mandó una copia de su último libro -una oscura novelita de género negro que se pretende heredera de Thompson y Goodis, de Giovanni y Himes- con una dedicatoria breve.
El viernes pasado el pibe estaba en su celda leyéndolo, cuando lo llamaron para ir a un taller. Dejó el libro bajo el colchón y fue sin protestar. Le gusta el taller de los viernes: ahí planifican un espacio de juegos para compartir con sus hijos cuando los van a visitar.
Pasó casi una hora dentro del taller, participando activamente, hasta que, por alguna razón que ni él conoce, se hartó.
Ya fue, me voy, le informó a las dos docentes.
Y dejó el aula.
En el pasillos en encontró con Tina, Mora o Eva –como sea que hayamos decidido llamarla- que trató de que volviera.
No me importa lo que me digas, estoy podrido, me voy al sector, recitó el pibe.
Ella improvisó una o dos sanciones posibles.
No me importa, sancioname, me voy al sector, él.
Entonces ella hizo un último intento: si te vas al sector te saco el libro.
Brian o Alan o Jonathan o Kevin, lo pensó un momento.
Está bien, me quedo. Total por diez minutos más, dijo. Y volvió al aula.
Diez minutos.
Para que no le saquen el libro.
Me cuesta imaginar una crítica mejor para una oscura novelita de género negro que se pretende heredera de Thompson y Goodis, de Giovanni y Himes.
Créanme.

Kike
Buenos Aires, 25 de agosto de 2011

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