sábado, 27 de marzo de 2010

50 PESOS (un cuento)

“Todo en orden. Todo en desorden”
M. Vázquez Montalbán


Como un truco de ilusionismo -ahora lo ves, ahora no lo ves- y sin que sea posible precisar el momento exacto en que ocurre, el inquietante anaranjado del atardecer se va transformando en un azul que promete una despejada y cálida noche de estrellas mientras Flores va dejando paso a Floresta y después a Villa Luro a medida que el taxi avanza por Alberdi.
Martín estira el brazo para parar al taxi que se acerca. El taxista lo estudia un poco -verifica el pelo rubio, los ojos claros, el gesto aburrido, se tranquiliza con el jean gastado y la camiseta blanca— y para.
Pola y Alberdi, dice Martín por sobre los ruidos de la ciudad que crecen desde la ventanilla y el murmullo de la radio, donde el locutor, justo después de una canción de Diego Torres, habla de un secuestro en Lugano. El verdoso color esperanza de la vida, seguido de un tipo encerrado en el baúl de un Chevrolet 400, en algún lugar de Avenida Roca.
En la esquina, a unos pocos metros, el semáforo enrojece. Después pasa de rojo a verde y el taxi gana velocidad, sobre el empedrado desparejo de Alberdi. La noche crece y el azul del cielo empieza a cumplir sus promesas.
La radio es Radio Diez. El Negro González Oro, o cualquier mierda de esos.
El taxista, un cincuentón de pelo canoso atado en una colita sobre la nuca rolliza, mira a Martín por el espejo retrovisor del que cuelgan un rosario, una cinta roja contra la mala suerte y el banderín de un equipo de fútbol cualquiera en el que se lee la palabra campeón. Tres formas de fe pendiendo del espejo retrovisor. Asiente a algo que dicen en la radio del secuestro en Lugano y agrega una frase corta, después de confirmar el pelo rubio y los ojos claros, corno si quisiera completar la idea con aquello que el COMFER no le permite a la emisora. Algo de los negros, dice. De los negros de mierda.
Martín, hijo de una misionera y un entrerriano, rubio de un dorado opaco que fácilmente se podría tomar por colorado y pobre de toda pobreza, sonríe escondido tras el gesto de aburrimiento propio de la clase media que tan bien sabe imitar. Piensa que es dos veces invisible. Pero no lo piensa en esos términos. Piensa, más bien, si supiera el gil éste.
El taxista asiente, casi como si fuera un reflejo físico, a lo que se dice en la radio: el locutor habla de la droga, de la marginalidad, de la inseguridad en que vive la Gente. Dice el locutor y el taxista asiente, que la policía está imposibilitada de defendernos -de defender a la Gente, dice en realidad-, que está atada de pies y manos porque los criminales entran por una puerta y salen por la otra.
Créeme, pibe, dice el taxista mientras lo mira por el espejo, cada día hay más crimen por culpa de la droga y de esas viejas hijas de puta, que con la cantinela de los derechos humanos no dejan actuar a la policía. Cada vez hay menos seguridad, dice mientras el taxi avanza por Alberdi, en la radio se repiten las mismas ideas y, por el retrovisor, mira con confianza el pelo rubio rojizo y los ojos verdes de Martín. Esto no pasaba con los milicos, cree. Con los milicos y con El Turco además, dice como si a alguien le importara, yo pude viajar a Miami. Yo, dice y se golpea el pecho con la palma de la mano, un simple laburante. Pero un laburante honesto, agrega, no como los delincuentes que defienden las viejas hijas de puta ésas. La culpa del crecimiento del crimen, insiste, la tienen esas viejas. Y la droga, claro.
Martín no lo aguanta más. Y no es que aquello le importe demasiado. Él no sabe, ni le interesa, nada acerca de la gente con mayúscula, ni de la inseguridad ni de las viejas de las que el taxista habla, pero está harto de escuchar boludeces y se muere por un pase y una birra fría.
Como si el locutor ése pudiera entender algo de la vida.
Como si el taxista, todo el día dando vueltitas por la ciudad en su coche nuevo —aire en verano, calefacción en invierno— supiera más que yo, piensa.
Como si Martín no supiera —él, que vive en una casilla diminuta y sin agua corriente, colgado de la luz y sin más gas que la garrafa que puede comprar de tanto en tanto- cuáles son los problemas. Como si no supiera que el problema no es toda la droga —ay, cuánto necesita un pase y una birrita, por favor— ni las viejas ésas de las que el taxista habla y que él no sabe ni quiénes son.
El verdadero problema son los bolivianos, los paraguayos y los peruanos, piensa Martín mientras mira por la ventanilla a una morocha de vestido corto y tacos altísimos muy parecida a la Joli, que masca chicle y espera en la esquina de Guardia Nacional. Ellos, piensa, trajeron el paco. Y el problema no son todas las drogas, el asunto es el paco, piensa. Cuando la cosa era porro, merca y pastas, reflexiona, estaba todo bajo control. Y además, resume, la miseria, la pobreza de nuestra gente se debe, sin duda, a todos esos bolitas, paraguayos y peruanos que vienen acá a robarnos el poco trabajo que hay.
Vuelve a mirar hacia la esquina de Guardia Nacional y en la bragueta de su jean gastado se inicia una erección urgente y dolorosa. Supone que la morocha de vestido corto debe ser peruana, como la Joli.
Todas putas las peruanas, piensa.
Un Franco haría falta acá, lo interrumpe el taxista, o un Castro.
Un pase, una birrita y un buen polvo con la Joli es lo que
haría falta, piensa Martín.
Tiene que correr mucha sangre en este país, pibe, le explica el taxista.
Mucha sangre, piensa Martín. Sangre, sí. Mucha.
Yo, que viví más que vos, que podría ser tu padre, propone el taxista, sé por qué te digo.
Mi padre, piensa Martín, mirá vos.
Finalmente llegan a la esquina indicada. Una esquina cualquiera que al Cancha le parece indicada, y entre el jean gastado y la camiseta blanca aparece el brillo de una .45.
El gesto de aburrimiento en su cara se transforma en ferocidad. ¿Ahora seguirá con su cantinela de las viejas y la droga, piensa y aprieta el caño de la .45 contra la nuca rolliza del taxista, o no dirá nada en absoluto el cagón hijo de puta éste?
Arranca, viejo de mierda, dice, el caño contra la nuca, y dobla a la izquierda.
El taxista se siente estafado. Estaba Llevando a un negro de mierda camuflado, piensa. Pero balbucea, en cambio: No, pibe, por favor, soy un laburante.
Sí, eso ya lo dijiste antes, dice Martín, seguí por ésta hasta el fondo y dame la plata.
La plata... ¿Por la plata es?, intenta el taxista.
Claro que es por la plata, ruge Martín, ¿por qué otra cosa va a ser?
El taxista intenta, ahora, un discurso tan obvio como el que estaba dando antes. Pero más conciliador.
Pensalo, pibe, dice. Soy un laburante, insiste. Tengo familia, agrega. Doce horas por día me paso acá arriba, se lamenta. Tengo cincuenta pesos, pibe, te los doy, si es por eso te los doy, dice. Pensalo, repite.
Martín piensa, entonces.
Piensa que él no consigue trabajo y que hace mucho dejó de buscarlo. Piensa que no tiene familia y que de cuando tenía sólo recuerda dos hermanos muertos, otros tres presos, una madre, cinto en mano, y un desfile de padrastros intercambiables.
Piensa que las horas de su vida gotean como una canilla rota. Minuto tras minuto, hora tras hora. Piensa que no tiene cincuenta pesos y que con cincuenta pesos puede pegar un papel, una birrita y echarse un polvo con la Joli. Que por cincuenta pesos se está jugando la vida, piensa.
El caño de la .45 golpea ahora la nuca del taxista acentuando las palabras: La plata, la concha de tu madre.
No, pibe, está bien; tené, tené, ruega el taxista mientras le da un puñado de billetes arrugados.
Y una vez más: Soy un laburante, no me vas a matar por cincuenta pesos, por favor, ¿o vale cincuenta pesos mi vida?
Martín, que tiene los billetes arrugados en el bolsillo, los billetes que significan un pase, una cerveza fría y un polvo, está dispuesto a bajarse, pero piensa, empezando una mueca que será sonrisa, que esta última pregunta merece una respuesta.
Sonríe, entonces, los dientes parejos, los ojos claros, el pelo rubio que bien podría confundirse con colorado, y hunde un poco más el caño de la .45 en la nuca rolliza. Responde con una frase corta en forma de pregunta, con la ferocidad dibujada en la sonrisa de dientes parejos. Una frase que, tras el estruendo, el taxista no lo llega a escuchar, mientras el parabrisas se enchastra de rojo. Y de restos.

(Si te gustó este cuento, podés encontrarlo en el libro Entonces sólo la noche)

1 comentario:

  1. Es curioso encontrar una idea muy similar plasmada y publicada. Me gusta tu trabajo, tal vez porque en algún momento tuve una epifania similar.

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