(una nota, originalmente escrita para la española Brigada 21, sobre una lectura compartida entre Miguel Molfino y Raúl Argemí, los dos gigantes junto a los que, de puro cholulo, estoy en la foto de acá al lado)
Era verano. Un verano criminal como sólo puede vivirse cualquier enero en la provincia de Buenos Aires. Un calor que reclamaba monos, palmeras, quetzales, orquídeas, lianas enredando la selva, y se conformaba con la llanura infinita, el cemento de las ciudades y la humedad del Río de la Plata rezumando de las baldosas y las paredes, poblando de hongos los calzoncillos en el ropero y terminando con la paciencia del más estoico de los santos.
Hacia poco tiempo que Argentina había perdido la guerra por Las Malvinas, y los militares trataban de ordenarse en su fuga en desbandada. O sea que el verdugueo ya no era tanto.
Miguel Molfino y yo compartíamos celda en la cárcel de La Plata. En la ventana daba el sol en las horas más pesadas.
El Sol, recurrida metáfora, ha inspirado a centenares de poetas carcelarios. Pero, en verano, lo único que puede inspirar es ganas de suicidarse.
Para combatir la mala suerte de tener sol, Miguel y yo le dábamos todo el día al tereré. (Interrupción enciclopédica: el tereré, palabra de origen guaraní, designa al mate cebado con agua fría, con hielo y jugo de limón o de pomelo)
Hielo no teníamos, porque en las cárceles suelen faltar algunas cosas y sobrar otras. Pero limón, sí.
En esas circunstancias Miguel recibió de regalo No habrá más penas ni olvido, de Osvaldo Soriano. Y nos encontramos entre los cuernos de un dilema.
Ese día ya teníamos los monos atados, porque nos cambiaban de cárcel de un momento a otro. Lo que significaba que cualquiera de los dos que lo leyera primero dejaba al otro en ayunas. No había tiempo para el segundo.
Entonces fuimos salomónicos. Decidimos que mientras uno leía en voz alta el otro no pararía de cebar tereré, y que iríamos turnándonos.
Y así fue; no paramos con el tereré hasta terminar la novela de una sola sentada.
Recuerdo a Miguel, con el mate en una mano y el libro en la otra, los anteojos –gafas, para el mercado local- resbalándole por la nariz sudorosa, ahogando la risa, y haciendo gestos que contaban en tecnicolor y cinemascope. Estoy seguro que fui igualmente histriónico, porque cuando llegamos al punto final, los dos pronunciamos a dúo un elocuente:
-¡Que lo parió!
Sentíamos que en Soriano habíamos ganado un hermano, y que habíamos cargado las pilas como para que no nos doliera demasiado la próxima vez que nos cagaran a patadas.
Además, las coincidencias. Colonia Vela, la ciudad en que transcurre No habrá más penas ni olvido –y también Cuarteles de invierno- contra lo que creen casi todos los críticos y la mayoría de los profesores de letras, existe. Más, yo estuve, de chico, en Colonia Vela.
Es una ciudad mínima, agrícola, cortada al medio por la vía del tren, que de un lado se llama así y del otro lado Gardei. No me pregunten por qué. Misterios de la burocracia y los ferrocarriles.
Cuando Osvaldo Soriano emigró de Cipolletti a Tandil, para jugar al fútbol como semiprofesional en Independiente, conoció Colonia Vela, se inició en el periodismo, y adquirió la cojera que truncó su sueño de alguna vez hacer un gol con la camiseta de San Lorenzo.
-¡Qué lo parió!- dijimos con Miguel, y nos quedamos pensando.
No habrá más penas ni olvido, transcurre en el ´75, cuando los parapoliciales y la derecha peronista se habían lanzado al exterminio de zurdos; mezclados y en colaboración con los que llegarían en marzo del 76 con sus planes genocidas.
El intendente del pueblo, un peronista de toda la vida, de pronto es destituido por izquierdista, pero se niega a aceptar la defenestración y resiste. Resiste con una modesta fuerza en la que se anota hasta el preso de la comisaría.
En frente, el aparato fascista, con apoyo oficial y pistoleros llegados como refuerzo desde Tandil.
En medio, al costado o dónde se lo quiera ubicar, un grupo armado que bien pueden ser los Montoneros, que dice hablar en nombre del pueblo y exhibe una soberbia por demás desproporcionada.
Por supuesto: al intendente y su fuerza los hacen picadillo. Pero, la batalla por la dignidad, que de eso se trata, cobra alturas de humor desopilante.
Miguel ya había perdido la madre, un hermana y un cuñado en esa clase de fragotes. Uno tenía sus propias historias. Pero los dos disfrutábamos de esa manera de contar la realidad, sin concesiones a la declamación ideológica, y rescatando lo que ambos sabíamos: que los mejores chistes se te ocurren en los momentos en que la muerte asoma la nariz.
Por eso quizá, cuando en un último intento de resistencia, cargan el avión fumigador con excrementos del corral de ganado, y bombardean a las fuerzas de la derecha con una lluvia de mierda de vaca, llorábamos de la risa. Nada podía ser más justicieramente poético.
Nunca conocí en persona a Osvaldo Soriano. Y si lo hubiera tenido a pocos pasos, tampoco le hubiera dicho nada. Soy de los que en esas circunstancias piensan: ¿para qué me necesita? Y se borran.
De todas maneras, para uno, No habrá más penas ni olvido, sigue teniendo sabor a tereré, perfume a sudor de enero, y el calor del encuentro con un amigo que aguardaba sin saberlo.
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